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viernes, 23 de enero de 2015

Gritos.




Suelo pensar que a lo largo de mi vida no existe una sola decisión que quisiera cambiar, porque el camino me llevaría a un destino diferente y soy consciente de lo afortunada que soy de estar en donde estoy, con quien estoy, haciendo lo que hago.

Pero otras veces me gustaría no tener un pasado. No tener malas costumbres aprendidas, malos hábitos destructivos, pésimos mecanismos de supervivencia. Me gustaría no tener miedo a dejarme ver vulnerable, a bajar la defensiva, a no ser suficiente, a que me abandonen. 

Hoy me siento amada, completamente, de pies a cabeza y aun así, soy incapaz de dejar de desconfiar de las cosas más idiotas. Puedo pasarme días buscando una piedra gigante, cuando lo único que hice fue tropezar con mis propios pies. 

¿De qué se trata todo esto? ¿Cuánto tiempo más lo que sea que haya construido dentro de mi en el pasado, va a seguir explotando una y otra vez? ¿Por cuánto tiempo más voy a seguir buscando lo que está mal en mi?

Ayer estaba profundamente dormida, cuando sentí a Cielo acostándose justo al lado de mi, me despertó su cuerpo apretándose al mío, su voz diciéndome "te amo" y las estrellas completitas cupieron en mis ojos. 

Unas horas después, apenas el sol entró por la ventana, me desperté con ganas de correr del otro lado de la ciudad y ponerme a salvo. ¿A salvo de qué? A salvo de mi pasado, aparentemente, porque en el presente no había nada a qué tenerle miedo. Sin embargo, las ganas de correr ahí estaban. Y de llorar. Y de pelear, sobre todo, porque es lo único que se hacer cuando me siento amenazada.

Entonces se convierte en una guerra constante entre mis impulsos primigenios y la que intento que sea una mejor versión de mi. Y decido quedarme callada un segundo, no moverme, esperar a que la niña cobarde y conflictiva que me habita deje de gritarme. Pero parece no cansarse de gritar; siento la vibración de su voz en el pecho, en los brazos, en la garganta.

Finalmente, logro convencerla de que Cielo es la misma persona que ayer por la noche me metió bajo las sábanas cuando había frío. Y que con ella nunca siento frío. 

Y deja de gritarme poquito a poco.

jueves, 8 de enero de 2015

Ver el cielo por primera vez.


La primera vez que la vi, tenía una olla de pasta hirviendo a medio escurrir entre las manos. Escuché sus pasos atravesando mi casa y para cuando llegó a la cocina, la expectativa me estaba matando. Se apoyó en el marco de la puerta con las manos en las bolsas y me miró divertida mientras me ofrecía ayuda. Estuve a punto de soltar la olla y acabar con mi dignidad, pero logré convertir el desastre en una sonrisa idiota.

Ya la había visto antes, por supuesto. Tenía poco más de un mes que había aparecido en mi vida con una serenidad contagiosa y pláticas hasta el amanecer. Nos hicimos amigas desde el primer día y el pasar tiempo juntas se hizo un hábito creciente. Sin planes, sin silencios incómodos. Hablábamos como si no hubiera un mañana, pretendiendo no tener sueño, extendiendo los argumentos y los anécdotas hasta que el sol nos daba en la cara.

Ya la había visto antes, pero era la primera vez que la veía en realidad. Era la primera vez que notaba, por ejemplo, la soltura de sus movimientos, o sus piernas larguísimas, o el desorden en su cabello, o la mueca que hacía cuando se concentraba. Pero sobre todo, la forma en la que me veía ella a mí, la forma en la que me vibraba, tan completamente diferente. Quise tocarla. Pasar un sólo dedo por la piel de su cuello o apretarle el brazo o qué se yo, hacerla real. Me sentí eufórica y nerviosa, mala combinación. Empecé a cantar mientras aventaba con demasiado esmero los ingredientes de la salsa dentro de la olla e intentaba convencerme que lo que había sentido no era real.

Cuando salí con el plato gigante de pasta en las manos, la encontré en el sillón de mi sala con un cigarro en la mano ocupando, invadiendo, conquistando mi sofá. Ni siquiera sé cómo explicarlo. Era como si su cuerpo hubiera crecido y ocupara absolutamente todo el espacio a mi alrededor. Sonreí como idiota y después de repasar la frase en voz baja, llamé a mis otros dos comensales a la mesa sin tartamudear. Ella volvió a ofrecerme ayuda y se sentó justo frente a mi.

El primer bocado entrando a su boca fue como un pequeño triunfo, sonrió con los ojos y sin decir una palabra. Me sentí estúpidamente orgullosa de haber logrado un sabor que la deleitara y la hiciera sonreír. La cena completa estuve sonriendo, también, más alegre que de costumbre. Empujando continuamente a la parte de atrás de mi cabeza lo que fuera que estuviera sintiendo y adivinando que era imposible evitar cómo todo me regresaba de golpe en una sonrisa idiota cada que su mirada se encontraba con la mía.