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domingo, 29 de diciembre de 2013

Free-Pass

La sonrisa no se me borra hasta que me tengo que lavar los dientes y me quedo viendo al espejo, irreconocible. ¿Quién es la pendeja que me está viendo y espera besos en la puerta de su cuarto?

¿Qué carajos acaba de suceder?

Mi celular vibra, es un mensaje de Enrique.




Me muerdo la lengua para no dar grititos de júbilo y me agarro fuerte de la loseta. De momento siento que acabo de hacer cuarenta y cinco abdominales. Pum, pum, pum, pum, ¿qué carajos acaba de suceder? Corro de puntitas por la alfombra hasta el sofá al final del cuarto, frente a la televisión. Estaba prendida cuando llegué en un canal "para la mujer moderna" y no hay forma de que encuentre el control remoto. Creo firmemente que es una tortura planeada por mi abuela.

Veo de nuevo el mensaje de Enrique y me dan ganas de no contestar, de verdad que sí, de hacerme la dormida. "La Bella Durmiente". Qué pendejo pensamiento, me iba a quedar durmiendo quién sabe cuántos siglos, porque el pendejo de Enrique no me iba a besar jamás en la vida.

- ¿Ya duermes?
- No, estoy viendo una un programa de mierda, están haciendo pasteles. Me muero de hambre, estoy comiendo los cacahuates que me dieron en el avión.
- ¿Tienes hambre? ¿Por qué no no cenamos?
- Porque ya estoy en pijama.
- Pedimos servicio a cuarto. Si quieres venir, toca la puerta, no tengo problema.

Pum, pum, pum, pum. Considero la posibilidad de salir del cuarto sin que mi abuela se de cuenta. Lo último que quiero es que, además, piense que soy una puta. Ya suficiente tengo con ser la única nieta "lejos del señor". Imposible, carajo, imposible... 

- Tentador, pero mi abuela me obliga a casarme si una señorita como yo se escapa con un hombre a la mitad de la noche.
- Siempre es una opción.
- Era una opción, hasta que puse un pie dentro de ésta mazmorra.
- Tú eras la que se tenía que ir.
- Yo tenía frío y tu bostezabas.

Me repetí lo imbécil que fui durante 15 minutos más, mientras hablaba con él y luego, como buena pendeja, me quedé dormida. Al despertar tenía tres mensajes sin leer, uno de ellos, de hacía veinte minutos. Mi abuela estaba dando vueltas por todo el cuarto porque una tía mía, de las tantas que no conozco, iba a pasar por ella para ir a desayunar. Rechacé la convivencia familiar, muy a su pesar, y me quedé en la habitación. Antes de irse, me repitió como siete veces que en una hora tenía que hacer check-out.

- ¿Te dormiste?
  Creo que sí, pues buenas noches, México.
  ¿Sigues en el hotel? Acabo de despertar.

- Estoy aquí, ¿ya te vas a la playa? 
- Ya casi, me paso a despedir, ¿se puede?
- Dame 15.

Estúpida, estúpida, estúpida, ¿15 minutos? Al salir de bañarme, tenía otro mensaje. En media hora salía el transporte a la playa. Honestamente, no estaba pensando. No estaba pensando en absolutamente nada. El gran problema fue que no pensé en qué carajos estaba haciendo. ¿Brincando de gustito por un tínayer con novia?

En lo único que podía pensar, por debajo del agua, es en que era un cheque en blanco. Un free-pass. Enrique era alguien que me gustaba, a quien yo le gustaba y a quien no iba a volver a ver en mi vida. No estaba construyendo castillos en el cielo, no estamos hablando aquí de una historia de amor, ni de amor a primera vista, no estamos hablando aquí de algo en plan "Before Sunshine". Enrique era un free-pass para quitarme la espinita de los besos heterosexuales. Enrique era "mi desliz" de una noche. Una buena historia que contar.

Me estaba terminando de vestir cuando tocó mi puerta. Le abrí con una toalla en la cabeza, descalza y sin maquillar. Dos días seguidos siendo tan apetecible como una rebanada de jamón vieja. Y luego, todavía tengo el valor de preguntarme a veces el por qué de mi nula vida sexual.

Apenas abrí la puerta, me puso una sonrisa colgate. A la luz del sol, Enrique se veía más chavito y me saqué de onda. Mucho. Entrando, entrando, Enriquito me abrazó y me dio los buenos días con look playero, lentes de sol y toalla en mano. Le señalé el sillón y me disculpé por "estar tan guapa". 

- Pues sí que estás guapa, con todo y turbante.
- Déjame, tenía los minutos contados.
- No es sarcasmo, México, es un cumplido.

No le contesté. Me siguió con la mirada quietecito, callado, mientras me secaba el pelo y me ponía los tennis. Luego, me ayudó a recoger mis cosas y meterlas a la maleta; mientras lo hacía, pasaba cerquita de mi y me pellizcaba los brazos. Estaba a punto de recogerme el pelo, cuando escucho el "déjatelo libre" detrás de mi. Lo miro por el espejo del tocador, está sentado en la cama. Con esa gracia que a veces me invade, dejo caer las manos y lo quedo viendo a través del espejo. El me ve y me sonríe...siento cómo me sudan las manos y, aunque me patee las pelotas, puedo ver cada uno de los años que no tiene en su cara de idiota. Le sonrío de regreso, un poco frustrada. 

Veo mi reloj. Enrique está a diez minutos de perder el transporte a la playa y yo, de pagar un día más de hotel. El, aparentemente, pensó lo mismo. Se paró de la cama como flash y agarró una de las maletas del suelo.

- Deja eso ahí, ratero. ¿A dónde llevas mi maleta?
- Vamos, te ayudo a bajarlas.
- No, voy a llamar a alguien de servicio, Enrique.
- Llevo las dos y tu llevas mi toalla.
- Yo puedo con las dos, ya vete, te van a dejar.

Si, soy de esas pendejas. Si, lo estaba corriendo. Si, si no se largaba, lo iba a sacar a patadas. Estaba yo entre jodida del ego y frustrada. El pendejo de Enriquito llevaba 20 minutos en mi cuarto echándome piropos, viéndome con cara de idiota y no me había besado el hijo de puta. Yo sentí morir la oportunidad y me resigné. El cabroncito era fiel, no podía recriminárselo. Lo que si podía recriminarle es ser un calienta huevos de mierda.

- Vale, pues nos vemos. Qué bueno fue conocerte.

Puse una sonrisota de Miss Universo y comencé a ondear el brazo en despedida. Corto, corto, largo, corto, corto, largo. Enrique dio tres pasos al frente y me abrazó, como si fuéramos grandes amigos. Me mantuvo ahí más del tiempo políticamente correcto y luego, sin soltarme, me repitió que había sido bueno conocerme. Le sonrío de nuevo mientras me mira sin parpadear. Justo antes de terminar de agarrar valor para besuquearlo yo, me suelta y camina hacia la puerta. Me sonríe antes de cerrarla. Hijo de puta.

Llamo a recepción, pido que me envíen un botones. ¿Así se le llama? Botones. Me siento en la cama y me quedo en blanco, y luego me pregunto si, de verdad, mi vibra lésbica es tanta que ahuyento a los hombres. Soy una pendeja, ¿no? Me duele el ego, me duele el ego. Tocan la puerta y, cuando veo por la mirilla, en lugar del botones está Enrique.

Consideré no abrir, consideré tirarme por la ventana, consideré esconderme debajo de la cama. No había duda, Enrique había regresado para una sola cosa.

Besos heterosexuales.

Besos heterosexuales.

Besos heterosexuales.

- ¿Qué haces aquí?
- Vine a despedirme de nuevo.

Literal, eso me dijo. LITERAL. ¿Qué puedes pensar después de que te dicen eso? A mi lo único que se me vino a la cabeza fue un besazo, de película, con pelo agarrado y todo. O uno de película PG-13, en plan puberto, con suspiritos y sonrisitas. Como pinches fuera, pero un beso bien dado.

Enrique se me queda viendo de nuevo, me abraza y yo dejo los brazos abajo. Me da una palmada en la espalda, como queja, y yo lo medio abrazo de regreso. Mis manos en su cintura. Pum, pum, pum, pum. Siento que todos los músculos de mi cuerpo se ponen tensos. Se aleja de mi, me sonríe y me da un besito, besititito cerca de la oreja.

Yo lo quedo viendo con los ojos como platos y los brazos pegados a los costados. Ni siquiera parpadeo. En mi cabeza, hay dos líneas de pensamiento. Una que dice "vete, vete, vete, vete ya" y otra, un poquitín diferente, que grita "como te largues de nuevo sin besarme, te va a cargar tu puta madre". Trago saliva, tratando de controlar las ganas de gritarle que haga algo y, por supuesto, Enrique me aprieta los brazos, se da la vuelta y se va con una sonrisota en la boca, mientras camina por el pasillo.

Me quedo como diez segundos inmóvil hasta que desaparece en la esquina y le digo adiós con la mano. En el momento en el que deja de estar a cuadro, mi mano deja de agitarse y le saco el dedo de en medio con las manos temblorosas. Cierro la puerta. No, azoto la puerta. Me cago en todo lo cagable. Me tiro en la cama y, no es broma, pataleo. Me quedo ahí unos minutos, hasta que la puerta suena de nuevo.

- ¿QUIÉN?

Es el botones, esta vez. Saco mis maletas y las guardo en un locker. Mi abuela no me contesta, pero supongo que faltan como dos horas para que llegue. Camino al restaurant y, lo más amable que puedo, pido un repinche cereal con leche, porque es lo único que puedo pagarme. Mientras desayuno, me llega un mensaje. Es de Enrique.

-Estoy en la playa, está preciosa. Ojalá estuvieras aquí.
-Chinga tu madre, Enrique.